Nació una especie repostera que puede cambiar a las pastelerías. Su nombre es cronut, hijo de un francés -el cruasán- y un estadounidense -el donut-.¿Qué es el cronut? ¿Qué lleva? ¿Cómo se hace? Según sus creadores, se trata de un Frankeweenie de la repostería que consiste en una masa especial de cruasán que primero ha sido fermentada y después frita, creada en el estado de Nueva York por la pastelería Dominique Ansel. "Para darles sabor", "los cronuts se rebozan en azúcar, después se rellenan con un ganache de vainilla de Tahití, y se terminan con un glaseado de rosas y pétalos de esta flor cristalizados". Nada que sobrepase el millón de calorías. Para que el público no se aburra del invento, la pastelería planea para los próximos meses nuevos sabores de sirope de arce, limón, dulce de leche o licor.
El cronut no es barato, y su precio de cinco dólares (unos cuatro euros) apunta a un público de poder adquisitivo alto. En cuanto a su sabor, la revista New York lo describió "como un donut, pero mucho más impresionante". Thrillist lo señaló como una una mezcla de relámpago o pepito, zeppole (un dulce italiano) y donut. Su creador, Dominique Ansel, ha dicho a la televisión Fox News que "la gente lo compara con un buñuelo, pero es realmente ligero, se deshace y sabe como un pastel de creps".
¿Llegarán los cronuts a desplazar a los omnipresentes cupcakes? En principio cuenta con algunas desventajas importantes. Su corta vida en buen estado -unas seis horas según sus autores-, aumenta los costes. Parece un producto delicado, lo que complicará su distribución. Y la imitación casera, crucial en el boom de las magdalenas decoradas estadounidenses en Internet, resulta mucho más compleja que la de estas últimas. Ahora bien, la dificultad de elaboración no ha impedido que otras variedades reposteras triunfen en todo el mundo -pienso en los macarons, por ejemplo. Si los cronuts entusiasman, los pasteleros aprenderán a copiarlos, por mucho que Ansel haya patentado el invento. La industria irá después con versiones más baratas.
Fuente: El País